sábado, 3 de octubre de 2009

Eduardo Galeano. La memoria y la realidad


Fue un placer escuchar ayer en Alicante a Eduardo Galeano. El escritor uruguayo, que recibió hace unos días la medalla de oro del Círculo de Bellas Artes de Madrid en reconocimiento a su brillante trayectoria literaria, con obras como Las venas abiertas de América Latina, la trilogía Memoria del fuego y Espejos, publicado el año pasado, nos deleitó a los afortunados que pudimos acceder a la sala de la CAM, con una conferencia titulada Los espejos de la memoria.

En la charla afirmó que su última obra Espejos, publicada en 2008, es algo así como una historia universal, en la que ha querido contar algunos episodios de la aventura humana en el mundo, desde el punto de vista de los que no han salido en la foto. "Intenté llegar más allá de las fronteras de los mapas y del tiempo: uno puede ser contemporáneo de gente nacida hace miles de años, y vecino de personas que están a miles de quilómetros".


Eduardo Galeano fue comentando con humor y exquisita ironía fragmentos de la obra donde denuncia o reflexiona sobre el pasado de la humanidad y sobre lo cotidiano, recordando especialmente a todos aquellos que han sido explotados, maltratados y anulados como personas a lo largo de los siglos. Relatos, dijo, que se refieren a historias de personajes de carne y hueso, que de veras ocurrieron, y que tienen que ver con la memoria prohibida, con la memoria despreciada, con la memoria traicionada, y con la memoria sepultada y mutilada.

Miles de años antes de que la invasión norteamericana llevara la civilización a Irak, en esa tierra bárbara había nacido el primer poema de amor de la historia universal. En lengua sumeria, escrito en el barro, el poema narró el encuentro de una diosa y un pastor. Inanna, la diosa, amó esa noche como si fuera mortal. Dumuzi, el pastor, fue inmortal mientras duró esa noche.


En nombre de la libertad, la igualdad y la fraternidad, la Revolución Francesa proclamó en 1793 la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Entonces, la militante revolucionaria Olympia de Gouges propuso la Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana. La guillotina le cortó la cabeza.


La emperatriz cristiana Teodora nunca dijo ser revolucionaria, ni cosa por el estilo. Pero hace mil quinientos años el imperio bizantino fue, gracias a ella, el primer lugar del mundo donde el aborto y el divorcio fueron derechos de las mujeres.


El muro de Berlín era la noticia de cada día. De la mañana a la noche leíamos, veíamos, escuchábamos: el Muro de la Vergüenza, el Muro de la Infamia, la Cortina de Hierro... Por fin, ese muro, que merecía caer, cayó. Pero otros muros brotaron, y siguen brotando en el mundo. Aunque son mucho más grandes que el de Berlín, de ellos se habla poco o nada. Poco se habla del muro que los Estados Unidos están alzando en la frontera mexicana, y poco se habla de las alambradas de Ceuta y Melilla. Casi nada se habla del Muro de Cisjordania, que perpetúa la ocupación israelí de tierras palestinas y será quince veces más largo que el Muro de Berlín, y nada, nada de nada, se habla del Muro de Marruecos, que perpetúa el robo de la patria saharaui por el reino marroquí y mide sesenta veces más que el Muro de Berlín. ¿Por qué será que hay muros tan altisonantes y muros tan mudos?


¿Adán y Eva eran negros?

En África empezó el viaje humano en el mundo. Desde allí emprendieron nuestros abuelos la conquista del planeta. Los diversos caminos fundaron los diversos destinos, y el sol se ocupó del reparto de los colores.

Ahora las mujeres y los hombres, arcoiris de la tierra, tenemos más colores que el arcoiris del cielo; pero somos todos africanos emigrados. Hasta los blancos blanquísimos vienen del África.

Quizá nos negamos a recordar nuestro origen común porque el racismo produce amnesia, o porque nos resulta imposible creer que en aquellos tiempos remotos el mundo entero era nuestro reino, inmenso mapa sin fronteras, y nuestras piernas eran el único pasaporte exigido.

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Cubrí con flores
Aquella caligrafía
De trazos rectos.

Unas gotas de luna
Cayeron en mi mano,
Los vientos húmedos
Acercaron el perfil del silencio
Hasta mi rostro.
El espacio vacío
Se llenó con los sueños,
La ausencia
Vagó en la quietud
Del amanecer,
Y encontré indicios
En la voz del aire.

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